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CIELO Y TIERRA - ¿QUIÉN DIJO QUE TODO ESTÁ PERDIDO?

Sexo, mentiras y video

Por M. Caparrós - 01.10.2008

Llega la primavera; en Paraná, una chica de 14 y un chico de 15 se encierran en el baño de una estación de servicio, el chico pela, la chica se arrodilla y fela: una de esas historias extraordinarias que suceden en todas partes todo el tiempo. En ese mismo rato, en otras estaciones, parques, casas, coches, telos, descampados, miles de chicos y chicas de 14, 22, 44 o 70 se besaban, se felaban, se cogían. En este mismo momento, mis queridos, tantos miles: usted misma, quizá. Felicidades.

Pero el chico de Paraná, se ve, era uno de tantos argentinitos educados en el machismo o la literatura o la suma de ambos, que consideran que lo importante no es un acto sino su relato. Es un clásico y, hasta hace poco, habría sido liviano: el chico les contaría la escena a sus compañeritos, que dirían guau Fulana se la come y la mirarían con desdén o deseo o la suma de ambos. Pero vivimos tiempos tecno.

El machín literato filmó la escena en su celular y la transmitió por bluetooth, internet y otros chasquis. Los tiempos están hechos de esa mezcla: privacidad de lo público, publicidad de lo privado. Tres días después, muchos lo habían mirado: los espectadores dicen que Fulana no debía saber que la filmaban, que tenía los ojos cerrados y que, cuando se dio cuenta, manoteó para apartar la máquina. Habrá pensado, en ese momento confuso, que esa imagen no la favorecía: que iba a hacer público lo que quería secreto. Que la habían engañado: que su amigo no buscaba placer sino en la fama.

Siempre ha habido formas de publicar lo privado. Pero allí donde un relato verbal es opinable, sospechoso, un video es una prueba –considerada– irrebatible. Que además, gracias a la red, se difunde en progresión geométrica. Últimamente, desde que buena parte de la población es población filmante, cunden la confusión y el pánico: todo o casi todo puede ser registrado. Así circularon, en los últimos meses, autovideos sobre petes diversos, patoteadas variadas, asaltos y secuestros. En general, esos videos confirman el viejo refrán que supone que el pez por la boca muere –aunque la boca ahora sea una cámara: sus protagonistas/directores/productores/distribuidores recibieron sanciones y castigos por mostrar cómo hacían lo que se suponía que no debían hacer, por vanos.

Son casos claros de esputo ascensional, personas que se joden la vida por mostrarla: por tratar de ponerse a la altura de los tiempos que exigen 15 minutos de la fama que sea. Es fácil conseguirla: todos tenemos cámaras. Que, al filmar, proyectan una paranoia moralista: si todo se registra habría que cuidarse, vivir sabiendo que te miran. Es un viejo recurso represivo: según las religiones, puede llamarse KGB, Gran Hermano, Nuestro Señor, Ojo del Amo. Lo original es, si acaso, haber conseguido que las víctimas se filmen a sí mismas, se denuncien: las religiones siempre se perfeccionan.

Pero las cámaras atacan, al mismo tiempo, la moral barata: hubo tiempos en que era fácil sorprenderse de que los chicos cojan se felen afanen patoteen –o, mejor, pretender que nada de eso sucedía. Si algo ha cambiado gracias a la ola tecno, a la proliferación cancerosa de las cámaras, es que resulta cada vez más difícil no saber lo que todos sabemos.

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