El adiós de los Kirchner a la clase media
Por Carlos Pagni
Para LA NACION
La presidencia de Cristina Kirchner estaba destinada, según sus promotores más entusiastas, a ajustar la orientación económica y política del actual elenco de poder. Emitiría señales amigables a la iniciativa privada, entre ellas una política de precios y tarifas sin intervenciones oficiales ni fraudes estadísticos. A Guillermo Moreno se lo jubilaría como a un gran inválido de guerra y la alianza sindical con Hugo Moyano sería reemplazada por una más presentable, con Andrés Rodríguez y Gerardo Martínez. La política exterior, reconciliada con los centros de decisión internacional, acompañaría ese giro. Y una operación de reparación institucional y ética estructuraría en torno a sí una corriente de centroizquierda, versión exitosa de las "transversalidades" ensayadas en el período anterior.
El nuevo orden sería operado por su principal inspirador, el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, victorioso en su tenaz batalla contra Julio De Vido.
Al cabo de tres meses de rodaje, es más difícil localizar los rasgos de ese boceto en el gobierno de la señora de Kirchner que en el de su esposo y ex presidente.
En las últimas horas hubo dos manifestaciones elocuentes de las dificultades del jefe de Gabinete y sus aliados para realizar la utopía que prometían en aquel marketing.
Por un lado, los datos del Indec sobre inflación desmintieron cualquier revisión en el abordaje del fenómeno. Por otro, la dirigencia tradicional del PJ, encabezada por el formoseño Gildo Insfrán y amalgamada con subsidios más que con preceptos doctrinarios, se erigió en la viga maestra de la arquitectura política oficial. "Pejotismo", hubiera dicho Kirchner en los 90.
Por una convención periodística, se viene aceptando que el giro respecto de la inflación depende del desenlace de un duelo entre el ministro Martín Lousteau y el secretario de Comercio Moreno. Pero el obstáculo que encuentran Lousteau y su mentor Fernández no es Moreno. Es Néstor Kirchner. Sencillo: en el gabinete todos saben que el ex presidente sigue al frente de la gestión económica con la misma intensidad con que lo estuvo desde que expulsó del ministerio a Roberto Lavagna.
Kirchner no sólo comanda a Moreno, también instruye al secretario de Hacienda, Juan Carlos Pessoa, con el monitoreo periódico de su antecesor, Carlos Mosse.
Es Kirchner quien, cuando se insinúan contradicciones a sus dictámenes, manda a decir desde sus oficinas: "No le lleven problemas a Cristina". Y es él quien, a menudo, se encarga por las noches, en la quinta presidencial de Olivos, de anular alguna medida que su esposa había autorizado durante el día en la Casa Rosada.
"Esa división matrimonial del trabajo está aceptada desde siempre: él controla todo lo que tiene que ver con dinero y ella lo institucional", explica, como si nada, alguien que convive con los Kirchner desde hace más de 20 años.
Un régimen semejante obliga a evaluar con algún pesimismo la eventualidad de una política antiinflacionaria: es más fácil reemplazar a Moreno que modificar el voluntarismo con que Kirchner mira la economía y, sobre todo, los precios.
El cree que el 80% del problema está determinado por las expectativas de los consumidores y de allí deriva la conveniencia de manipular los índices. En su concepción, Lousteau debería dedicar su talento a que el mercado se someta a lo que quiere el Gobierno; no a lo contrario. Acaso dé lo mismo la identidad del ejecutor en esta visión.
Hasta cabe el riesgo de que los problemas de conducta de Moreno hagan perder de vista la dificultad que exhibe el ex presidente para aceptar que el funcionamiento económico está dotado de cierta autonomía respecto de la decisión política.
Sería un error, sin embargo, negar toda diferencia entre el primero y el segundo gobierno Kirchner en el modo de abordar la inflación.
No es lo mismo carecer de estrategia cuando los precios subieron 10% que cuando subieron 22%. La inconsistencia matemática crece. ¿Por qué con un costo de vida de 10% anual a Moyano se le autorizó un aumento de salarios que, bien medido, fue del 22%? ¿Cómo se explica, si no es por una aceleración inflacionaria, que en una economía que crece al 8% la recaudación fiscal aumente, año a año, más del 40%?
El ex policía Hernán Brahim, delegado de Moreno en el Indec, hace goles en contra: durante 2007 se crearon más empleos según los consultores independientes que según el instituto oficial.
Para reducir los bloopers , el gobierno prepara otro IPC: medirá los precios de los artículos que consumen los más pobres, que serán relevados no en los hogares sino en los supermercados. Las subas por encima del 15% serán descartadas por estacionales. ¿Y las bajas?
La manipulación estadística también desalienta la inversión de largo plazo y no sólo porque impida proyectar decisiones. El embajador de Francia, Frederic Baleine du Laurens, un confeso admirador de la señora de Kirchner, lo insinuó ayer en LA NACION al hablar del financiamiento del tren bala (mejor evitar su nombre oficial, tren "cobra", por lo que sugiere). Indicó que, para acceder a créditos blandos, la Argentina debe regularizar su relación con el Club de París. Es sabido que eso no sucede porque el FMI exige, a diferencia de Hugo Chávez, sincerar las estadísticas.
En el tablero fiscal del Gobierno también se encienden luces amarillas: los recursos para subsidiar a quienes contienen sus precios deben crecer al ritmo de la inflación. En vez de facilitarse, el superávit podría ponerse en riesgo.
Pero el peor efecto de estas distorsiones sobre la gestión de Cristina Kirchner es político. El autismo estadístico puede convertirse en un factor de distanciamiento grave entre la opinión pública y el Gobierno.
La tozudez con que Néstor Kirchner ordena recusar la percepción popular de la inflación, tan parecida a la que exhibía Carlos Menem frente al desempleo durante la convertibilidad, comienza a poner en tela de juicio su reconocida sensibilidad para el humor social, sobre todo el de los sectores medios.
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Esta esclerosis de la gestión económica de Kirchner hace juego con su gestión política. Si su liderazgo iba a estar asociado a la fundación de un orden más moderno que el que se derrumbó en la crisis terminal de 2001, el viernes pasado quedó demostrado que para esa operación carece ya de impulso.
Los jerarcas peronistas reunidos en el congreso partidario de Parque Norte pasaron la factura por los votos conseguidos el 28 de octubre pasado y Kirchner aceptó pagarla.
Aquella fuerza de centroizquierda a cuya organización él iba a dedicarse mientras su esposa gobernara estará liderada por los ex gobernadores Carlos Reutemann (Santa Fe), Rubén Marín (La Pampa), Ramón Puerta (Misiones) y Juan Carlos Romero (Salta), por los sindicalistas Luis Barrionuevo, Armando Cavalieri e Insfrán, entre otros.
La "transversalidad" que el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, obsequiaría a la clase media urbana quedó sepultada en esa asamblea, cuya organización Kirchner encomendó al ministro de Planificación, Julio De Vido, y al eterno armador del peronismo Juan Carlos Mazzón.
Fue el reconocimiento de que la base electoral del Gobierno no es la que proveería una alianza con el gobernador socialista santafecino Hermes Binner, el dirigente cordobés Luis Juez o los Ibarra, sino otra, en la que predominan los mismos desamparados a los que, desde Puerto Madero, Kirchner les dedicará un nuevo índice de precios.
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