6 años de la Muerte de Maximiliano Kostecki y Darío Santillán
La cobertura de los asesinatos de Kostecki y Santillán, realizada en la estación de tren de Avellaneda el 26 de junio de 2002, es uno de los puntos más bajos a los que llegó el periodismo nacional. Durante dos días, y contra toda lógica, la mayor parte de los diarios y programas de televisión acusó de violentos a los mismos piqueteros que habían sido objeto de una persecución y cacería despiadada.
El colmo de la desinformación de esos días aciagos lo proporcionó el diario Clarín con su infame titular de tapa que, con un retorcido lenguaje orwelleano, decía: “La crisis causó dos nuevas muertes”.
Uno, Kosteki, habló de ladrillos para reemplazar las chapas que dejan colar el frío insoportable, de su trabajo voluntario haciendo esos ladrillos, de un horno de cerámica, su más lucida pertenencia, donado para hacer esos ladrillos, de dibujos sobre papeles baratos, de un universo imaginario en el que vivió ese chico hasta sus 22 años y que por cierto fue más generoso y más deseable que lo real: había ángeles, banderas, manos abiertas
El otro, Santillán, lo que dejó fue un gesto cuya medida excede nuestra capacidad de reflejos, un gesto que desborda nuestra moral de pequeña burguesía ya desacomodada. Escuchar zumbar las balas y detenerse ante alguien que muere, pedir auxilio para ese alguien que muere, tomarle la mano a quien muere y exponerse a ser acribillado, morir así, es algo para lo que nadie se prepara. Nadie puede asegurar de sí mismo esa reacción. Es en todo caso una circunstancia atroz la que se impone, y es, en este caso, la hombría de bien inmedible de ese chico la que quedará latiendo en la memoria colectiva.
No se trató solamente de un comisario inspector fusilando a un piquetero. La visión de Santillán intentando socorrer a Kosteki, la visión de su espanto interrumpido por el escopetazo que recibió en la espalda, la visión de su cuerpo ya herido retorciéndose en el piso, la visión de su mano extendida hacia ese policía que por toda respuesta lo sacudió con asco, la visión de la sonrisa del otro policía acomodando el cuerpo de Kosteki, la visión del comisario palpando de armas a Santillán ya inerte, los ojos de Santillán ya casi ido pero aún allí, incomprendiendo todo ese horror, ese mal encarnado, fue mucho más que un documento para abortar la incipiente y canalla versión oficial. Esos grandes detalles de esta historia relatan, nada menos, quién es quién. (Por Sandra Russo)
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