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CIELO Y TIERRA - ¿QUIÉN DIJO QUE TODO ESTÁ PERDIDO?

LA ETERNA DEUDA EXTERNA

Historia sin fin de una deuda que no queda clara, pero siempre pagamos

Pagar, pagamos, pero seguimos debiendo. Alejandro Olmos Gauna (h), Ricardo Delgado y Alejandro Bercovich, de la redacción de Crítica de la Argentina, ofrecen tres miradas distintas pero no tan distantes sobre la deuda externa.

Pagar, pagamos. Pero seguimos debiendo.¿De qué hablamos cuando hablamos de deuda externa? ¿Quiénes se beneficiaron? ¿Cómo fue que lo hicieron? ¿Qué cosa extraña es el nuevo canje? ¿Es posible explicar todo en palabras que los mortales entendamos? Ante esta incógnita convocamos a Alejandro Olmos Gaona (h), continuador del trabajo clave de su padre para entender la historia de la deuda en la Argentina y asesor del gobierno ecuatoriano de Rafael Correa en la denuncia de ilegitimidad de su deuda; el economista Ricardo Delgado, director de Analytica; y Alejandro Bercovich, de la redacción de Crítica de la Argentina. Tres miradas distintas, no tan distantes, de gente que entiende claramente de qué se habla cuando se habla de deuda externa. Con ustedes, los artistas.

La deuda

02:34 |Por Alejandro Olmos Gaona (H) -13.11.2009

Cuando la dictadura cívico-militar usurpó el poder el 24 de marzo de 1976, la deuda externa del país alcanzaba los 7.500 millones de dólares. La nueva política económica del ministro de Economía, José A. Martínez de Hoz, la multiplicaría seis veces mediante una política funcional a los intereses de los bancos extranjeros, que además, sería un factor decisivo en la destrucción del aparato productivo del país y contaría con la colaboración activa de los organismos multilaterales de crédito, lo que quedó evidenciado cuando a los tres días del golpe el FMI otorgara un préstamo a la dictadura, que había sido negado al gobierno constitucional.

Resulta singularmente extraño que en todo el material escrito sobre el endeudamiento externo, se ignore –salvo algunas excepciones– la investigación llevada a cabo por el Juzgado Federal Nº 2, donde se pudo determinar con claridad,  en una causa ya sentenciada, y en otras dos que se encuentran en pleno trámite, el origen de la deuda, sus características y beneficiarios; identificándose con claridad a quienes la instrumentaron y renegociaron, perjudicando gravemente las finanzas de la República. Se prefiere recurrir a las teorizaciones especulativas, a cifras no siempre confiables y a criticar políticas económicas, sin entrar en ningún caso a desentrañar lo sustancial de un proceso que resultó ser el paradigma del fraude.

Los peritos que realizaron la auditoría por disposición de la justicia federal, en la denuncia iniciada en 1982 por Alejandro Olmos, determinaron sustancialmente que esa deuda no tenía justificación económica, ni administrativa, ni financiera y que se desconocía el destino de los fondos, además de encontrarse probados los ilícitos denunciados. Pero mas allá de esas pericias, la investigación fue mostrando la discrecionalidad con la que se manejaron los fondos públicos; el endeudamiento sin justificación de las empresas del Estado, la falta de todo registro de la deuda, y el haberse llegado al extremo de consignar en “una libreta negra” el manejo de las reservas internacionales para sustraerla a cualquier posibilidad de auditar la corrección de tales colocaciones. Se probó la responsabilidad del FMI, que monitoreó en forma permanente todo el proceso, para lo que había designado un representante permanente con oficinas en el Banco Central. Un ejemplo de todo ese delictivo proceso lo constituye la deuda de YPF, que de 363 millones de dólares en 1976 pasó a más de 6.000 en diciembre de 1983, sin que la empresa recibiera los dólares a los que se obligaba.

A pesar de los reiterados discursos de Martínez de Hoz y de sus sucesores, la realidad de las cuentas públicas muestra que la balanza de pagos tuvo un déficit anual promedio  de 2.400 millones de dólares, y los servicios financieros oscilaron entre los 5.400 y 5.800 millones de dólares anuales. Las tasas de interés de los préstamos fueron en constante aumento, llegando a un exorbitante 21%, lo que determinó el crecimiento exponencial de las obligaciones contraídas a tasa flotante, alcanzando la deuda en diciembre de 1983, cuando asumió el doctor Alfonsín, a la suma de 45.000 millones de dólares, es decir seis veces más que la existente cuando se produjo el golpe militar.

En enero de 1984, por disposición del ministro de Economía del gobierno radical, doctor Bernardo Grinspun, se  inició una auditoría de la deuda privada por parte de auditores externos contratados por el Banco Central, a los efectos de establecer las características de ésta.

 Grinspun tenía clara conciencia de la ilegalidad de la deuda y de allí los constantes enfrentamientos que tuvo con el FMI y con los bancos acreedores. Su irreductible posición, sumada a los entretelones que mostraban las operaciones realizadas por las empresas privadas, determinó su renuncia en la segunda mitad del año 1985, ya que al Gobierno no le interesaba que esos préstamos fabricados fueran puestos en evidencia debido a los enfrentamientos que ello podía significarle con el empresariado nacional y extranjero.

El avance de la investigación en ese año 1984 y parte del 85  fue mostrando los manejos ilícitos de empresas como Cogasco, Renault Argentina, Cementos NOA, Suchard, Perez Companc, ISIN, Parques Interama, Textil Castelar, Fiat, Selva Oil, Sideco Americana, Bridas, Ford Motor Argentina, Cargill, Techint, IBM, Banco de Galicia, Banco de Italia, Citibank, Banco Mercantil, Banco de Londres, Aluar, Swift, Celulosa, Mercedes-Benz, SADE, Juan Minetti, Alpargatas, etcétera, que habían transferido sus deudas al Estado, y debido a ello, se decidió dejarla sin efecto y archivar los resultados, que posiblemente fueron destruidos en la década del 90 y recién se pudieron individualizar tales operaciones en el año 2001 por el testimonio prestado por varios auditores ante la justicia federal, quienes además acompañaron duplicados del trabajo que  realizaron.

Como en ese momento el Estado sólo era el garante de las obligaciones del sector privado, y los acreedores en forma conjunta con el FMI presionaban al gobierno para que se convirtiera en deudor principal, el doctor José Luis Machinea, presidente del Banco Central, completó la transferencia de deudas privadas el 1 de julio de 1985, mediante las circulares “A” 695, 696 y 697.

Las pocas operaciones realizadas durante el gobierno de Alfonsín llevaron la deuda a 63.000 millones de dólares, y fue el presidente Menem quien realizaría el arreglo definitivo con los acreedores, liberando a los bancos de pasivos supuestamente incobrables y sustituyendo los créditos de éstos por Bonos Brady emitidos por el Estado, con la garantía de bonos del Tesoro de los Estados Unidos.

Siguiendo las indicaciones de Nicholas Brady, ex secretario del Tesoro de los Estados Unidos, quien había planteado un plan de rescate para beneficiar a los bancos acreedores a través de una reducción ficticia de la deuda nominal del Estado, el ministro de Economía, Domingo F. Cavallo, contrató finalmente en 1992 al Citibank y a J. P. Morgan para que preparan el plan financiero de reestructuración de la deuda,  y a Price Waterhouse para que efectuara los trabajos de consultoría.

En ese año, y continuando con una práctica de décadas, no se tenía la menor idea de cuál era en realidad el monto global de la deuda. Las obligaciones externas se pagaban ante la simple presentación de avisos de vencimiento, sin requerir a los acreedores que exhibieran los instrumentos que hacían a la legitimidad de las deudas reclamadas, ya que el Banco Central y el Ministerio de Economía sólo tenían simples anotaciones estadísticas sin valor contable. Para solucionar el problema se decidió contratar a los acreedores, para que ellos  determinaran el monto de las deudas, los intereses que debían pagarse, en lo que fue la primera vez en la historia de nuestro país que un grupo de bancos acreedores administraron la deuda pública y privada desde 1992 hasta casi el año 1995, cuando se terminó la instrumentación de todo el proceso de conciliación de los pasivos.

Es importante puntualizar que en todos los contratos que se firmaron en 1993, que posibilitaron el Plan Brady, se incluyeron cláusulas violatorias del orden jurídico del país, dejándolo en un total estado de indefensión y obligándolo a renunciar en forma irrevocable a cualquier acción que fuera posible en razón  de la nulidad, la ilicitud o la no ejecutabilidad de los contratos. Se llegó al extremo de aceptar que los acreedores redactaran los dictámenes jurídicos de los abogados externos del país, y aun los que debían emitir el asesor legal del Banco Central y el procurador del Tesoro de la Nación. 

Como consecuencia de esa ruinosa operación, desde 1994 hasta el 2000 se pagaron en concepto de intereses de la deuda y amortizaciones 108.685 millones de dólares, emitiéndose bonos por 77.400 millones y cubriéndose el resto con fondos provenientes de préstamos otorgados por el FMI y el Banco Mundial. Es decir que se emitió nueva deuda para pagar la vieja deuda, la que siguió incrementándose hasta llegar a la suma de 150.000 millones de dólares en el año 2001.

Como no podía ser de otra manera, el plan de conversión tuvo el pleno apoyo del FMI y del Banco Mundial, que enviaron sendas comunicaciones a la comunidad financiera internacional, para informar sobre los compromisos asumidos por el gobierno argentino en todo aquello que tenía que ver con la privatización de las empresas públicas, especialmente YPF; la flexibilización de las leyes laborales; disminución de los impuestos; la privatización del sistema jubilatorio.  Pero además y contrariamente a lo establecido en sus rigurosas reglamentaciones, esas instituciones multilaterales le prestaron al gobierno 3.200 millones de dólares para que se pudieran comprar las garantías de los bonos que serían entregados a los acreedores.

Con la presidencia de Fernando de la Rúa, se solicitó un blindaje financiero durante la gestión del ministro Machinea, y finalmente volvió Cavallo –supuesto salvador de la catástrofe económica que se avecinaba y a quien se le otorgaron superpoderes en el Congreso casi por unanimidad– quien acordó con los bancos extranjeros un megacanje de títulos que elevó la deuda a la suma de 191.263 millones de dólares, que es la que recibió Kirchner, y que fue materia de la conocida reestructuración del año 2005, que curiosamente contó con el asesoramiento de los mismos abogados norteamericanos contratados por Menem en 1989, que son los que hoy supuestamente nos defienden de los numerosos pleitos iniciados por los acreedores que no entraron a ese canje.

Pese a los discursos oficiales, y de aquellos analistas afines al Gobierno que hablan irresponsablemente de desendeudamiento, la realidad es que a pesar de haberse cancelado la deuda con el FMI y al pago de los servicios correspondientes de 2006 a la fecha, la deuda hoy excede los 175.000 millones de dólares, y siguiendo con el viejo y venerable mecanismo de las refinanciaciones, se va seguir emitiendo nueva deuda para cancelar la vieja, lo que es “ir derecho a la bancarrota” como con singular percepción lo manifestaba el ministro de Hacienda Juan José Romero en 1893, en las instrucciones dadas a nuestro ministro en Londres para que pidiera a los acreedores una moratoria por diez años, ante la imposibilidad de cumplir con los compromisos asumidos.

Resulta sorprendente que a ningún gobierno de la dictadura para acá se le haya ocurrido realizar una exhaustiva auditoría de la deuda pública y privada, y sobre esa base, decidir cómo negociar en forma realista con los acreedores. Lo hizo el presidente de Ecuador, Rafael Correa, que ordenó auditar la deuda del país desde 1976 hasta el año 2005, comprobándose a través de una minuciosa compulsa documental, las ilegalidades, las ilegitimidades y aun hasta los delitos de acción pública cometidos por los funcionarios del Estado en la contratación de esa deuda,  las habituales presiones del sector financiero internacional, los préstamos del Banco Mundial desviados al pago de la deuda, las extorsiones, el sometimiento incondicional del país a los intereses de los acreedores, sin que jamás se discutieran los términos contractuales, aceptándose toda exigencia, como algo normal. Se pudo demostrar cómo los abogados del Estado defendían el interés de los acreedores y cómo se violaba impunemente la Constitución y la ley.

Como miembro de la Comisión de Auditoría, y luego como colaborador del presidente Correa, comprobé que ante la transparencia de las cuentas públicas la capacidad de negociación del país adquirió una fortaleza sustancial, y los acreedores dejaron de estar en condiciones de imponer las políticas de siempre, si no que debieron aceptar las nuevas reglas dictadas por un gobierno dispuesto a que nunca más se sometiera al hambre a su pueblo, para satisfacer las habituales exigencias de los prestamistas en ese sistema de la deuda que parecía que nunca iba a tener fin.

Un canje alejado del espíritu de 2005

02:35 |Por Ricardo Delgado -13.11.2009

Cual tenue eco de la gran reestructuración de 2005 –calificada como la de mayor alcance en la historia de las finanzas internacionales contemporáneas–, la Argentina se apresta en estos meses a encarar un nuevo canje de deuda en default. En magnitud, la operación en marcha será muy inferior a aquélla –una cuarta parte– y no tendrá, como la previa, una gran significación macroeconómica.

Son otros los tiempos. El canje se dirige a los que dijeron que no cuatro años antes, a los demonizados (por “buitres”) de entonces. Es un paso estrictamente necesario para que el Gobierno regrese a los mercados voluntarios de crédito. Es decir, para que se vuelva a endeudar una administración que declamaba la independencia de estos mismos mercados hace no demasiado tiempo. Uno de los objetivos de la reestructuración de 2005 fue ése, justamente: evitar que el “alcohólico”, al decir del ex ministro Roberto Lavagna, se sienta tentado a reincidir.

Es cierto que el canje puede ayudar a aligerar el injusto calificativo de defaulteador serial que la Argentina mantiene en algunos círculos financieros. Como una suerte de carga genética adversa, el país –según esta peculiar visión– tendría intolerancia al endeudamiento, fomentada por gobiernos irresponsables que aceptan pagar elevadas tasas de interés con tal de vivir tendencialmente por encima de sus posibilidades (*).

Pero endeudarse no es malo por definición. Depende de las circunstancias, de las razones, del punto de partida. Este regreso al mundo financiero es, en la foto, mejor que el de 2005; la Argentina está pagando su deuda. Lo hizo incluso cuando se dudaba, a fines de 2008. Claro que de una manera poco ortodoxa: estatatizando el sistema jubilatorio.

Pero, a diferencia de 2005, el cuadro fiscal no es cómodo en el largo plazo. Sin maquillaje contable, la Argentina ya tiene déficit fiscal: son los excedentes de la ANSES y el resultado financiero del Banco Central los que logran cerrar las cuentas.

Reestructurar un pasivo es justamente tratar de conciliar la capacidad de pago con la carga y el perfil de la nueva deuda, dentro de un esquema definido de política económica. Nada de eso está presente hoy. Parece que lo único relevante es la señal, el guiño a los esquivos capitales externos que prefieren países como Brasil o el modesto Perú antes que las oportunidades financieras que ofrecen las tierras argentinas.

Reestructurar sin consolidar el horizonte fiscal de los próximos años suena a déjà vu. La moraleja de 2005, más allá de la discusión de si fue acertada la decisión de atar la deuda a la inflación, es que el inversor percibió que la probabilidad de pago era elevada. Ésa fue la clave, finalmente, y permitió, por ejemplo, que casi la mitad del endeudamiento hoy esté en pesos, eliminando en parte el riesgo cambiario.

Discutir cómo mejorar el endeudamiento sin proyectar las cuentas públicas a 10 años es complejo. El Gobierno, si lo hizo en forma reservada, no lo puso todavía a debate público. Es clave: antes de reestructurar, se precisa definir el horizonte de superávit fiscal; el proceso inverso –definir la deuda y luego ver cómo generar los recursos– es muy costoso en el tiempo y aumenta el costo de las nuevas emisiones.

Se abre el cerrojo. El paso inicial del canje es que el Congreso suspenda la llamada Ley Cerrojo, que fuera sancionada con la reestructuración anterior justamente para dar la señal de última oportunidad, concepto que en las finanzas –es sabido– no cabe en general. El stock a reestructurar es de u$s 29.100 millones, de los cuales 82% está vencido.

La condición central del proceso es que la quita de deuda iguale o supere el 65%, para ofrecer condiciones menos ventajosas que las de 2005. Los bancos involucrados en la operación aseguran contar con acreencias por u$s 10.000 millones, lo que garantizaría un piso de aceptación de 50 por ciento.

La oferta se dividiría en dos segmentos (minorista y mayorista), y el Gobierno busca un aporte en efectivo por unos u$s 1.000 M (¡a una tasa de un dígito!). La segmentación sería del tipo self driven, de modo que quien desee menor quita deberá aportar dinero fresco y quien no quiera hacerlo entonces sufrirá una mayor quita. Puede esperarse que los mayoristas se inclinen por la primera opción y los minoristas por la segunda.

El canje busca dar a los mercados una señal que regenere la enorme pérdida de reputación de la Argentina en el mundo. El razonamiento es como sigue: al reducir los riesgos de default, aumenta la certidumbre y mejoran las proyecciones de crecimiento.

Sería importante que el Gobierno defina el uso del nuevo endeudamiento. El óptimo sería dirigirlo a gasto de inversión y a pagar los servicios de 2010 y 2011, liberando recursos corrientes para financiar programas sociales, por caso.

Están abiertos puntos muy relevantes. ¿Qué pasará con los intereses adeudados? Reconocerlos implica un aumento en la emisión de 19,5 dólares por cada 100 en default. Lo mismo con el cupón ligado al PBI (que aportaría alrededor de 7 dólares a la oferta). Si ambos fuesen reconocidos, la oferta nominal sería de 62 dólares. Se comenta que el Gobierno emitiría un bono descuento a 25 años por el capital y un bono a 10 años por los intereses y cupones vinculados al PBI vencidos. Está por verse.

Está latente un riesgo al que el Estado no se debiera comprometer: que los beneficios de este canje sean muy similares a los de 2005. De hacerlo, se borraría de un plumazo la correcta prédica oficial de penalizar a los que llegaron tarde y, en su mayoría, litigó contra el país. También es preciso evitar que en el mercado se instale la sensación de que podrían negociarse mejores condiciones. En 2005, la especulación era que el Gobierno haría un pago en efectivo (up front): no lo hubo, y la oferta fue exitosa de igual modo. Ahora, se descuenta que el acuerdo no incluirá el cupón ligado al PBI, por lo cual el Estado podría ahorrar unos u$s 100 millones de intereses en 2010.

El regreso del endeudamiento supone un cambio de paradigma en la forma de hacer política económica del Gobierno. La teoría dice que en la fase contractiva del ciclo económico, aparece como una política correcta para compensar parte de la caída en la demanda privada y sostener la actividad y el empleo. Pero los interrogantes se multiplican si la deuda persigue relajar el esfuerzo fiscal, y abonar a la idea (eficiente para la mirada política de corto plazo) de que se puede vivir sólo de los stocks y no de los flujos de ingreso.

Las condiciones macroeconómicas de 2009-2010 son distintas a las de 2004-05. Por entonces, la Argentina salía de un monumental default con alto crecimiento del producto, bajas tasas de interés, baja inflación y superávit fiscal. Hoy, aun cuando la economía empieza a despegar, no hay escenarios probables de crecimiento chino a la vista, al tiempo que el deterioro de las cuentas de la Nación y las provincias se agudiza y la inflación no cede.

Los tiempos son otros, las condiciones iniciales para la operación de canje de deuda también.


(*) Paradójicamente, la historia es benévola con la Argentina: en los años treinta, el país pagó sus obligaciones financieras en tiempo y forma, mientras que otras nueve economías latinoamericanas cayeron en ese momento en completo default y otras cuatro servían solamente parte de los intereses (US Department of Commerce, 1933). ¡Argentina fue precisamente el caso excepcional de deudor latinoamericano que no entró en default con la crisis del treinta! La deuda externa argentina: historia, default y reestructuración, Mario Damill, Roberto Frenkel, Martín Rapetti, CEDES, abril de 2005.

Los bonos de Klaus, el hambre y la sed

02:36 |Por Alejandro Bercovich -13.11.2009
Klaus juntó unos marcos gracias a una cervecería exitosa que abrió en Baviera en los años 90, antes de que el euro desplazara a las viejas monedas de todo el Viejo Continente. Un día leyó un diario financiero y se entusiasmó con que esos marcos le podían rendir una buena renta. Resuelto a sacarlos de su vieja caja fuerte, enfiló para una sucursal del Deutsche Bank a ver qué le ofrecían. Alguna vez había tenido acciones de la Siemens y un par de plazos fijos, pero no sabía que se podía comprar una porción de la deuda de un Estado. Ahí se enteró: le recomendaron los bonos de la deuda pública argentina, porque justo gobernaba ese país un tipo medio excéntrico, de un partido tradicionalmente populista pero que había dado muestras de sobra de que pagaría la deuda incluso a costa del hambre y la sed de su pueblo. Por empezar, en menos de cinco años había privatizado casi todas las empresas públicas. Y por seguir, su moneda estaba atada al dólar y la Casa Blanca lo consideraba un modelo para la región. Más garantías imposible. Pero como el país había incumplido años atrás con sus pagos en varias oportunidades, no dejaba de pertenecer a la liguilla de los leprosos para Wall Street. Y como a los leprosos financieros sólo se les presta plata si aceptan tasas usurarias, sus bonos pagaban intereses muy altos. Muy pero muy altos.

Klaus se tentó. Era un negoción. En vez de contratar a dos camareros más y abrir esa terraza con toldo en la cervecería, engrosaría sus ahorros en un 10% anual sin hacer nada, con sólo prestarle la plata al gobierno del país leproso. El banco le aseguraba que ya nadie sería tan trasnochado como para dejar de pagar. Lo consultó con su esposa Heidi, que dudaba, pero la convenció y puso el equivalente a diez mil dólares.

Por un par de años, Klaus cobró feliz los intereses. Su amigo Hans le copió la idea y pensaba facturar todavía más, porque el presidente excéntrico-populista le había dejado el gobierno del país leproso a otro de un partido legalista, que llegaba con un aburrido discurso anticorrupción pero se mostraba tan dispuesto como el anterior a pagar la deuda a costa del hambre y la sed del pueblo. Como la economía del país leproso ya no crecía y su deuda sí, Wall Street había avisado que le cobraría a su gobierno unos intereses aún más altos. Con un 15% anual (¡15% anual en dólares!), Hans ya acariciaba el sueño de un BMW último modelo. Ideal para pavonearse frente a la cervecería de Klaus.

Hacia 2001, el país leproso empezó a sufrir convulsiones. Los ricos enviaban sus ahorros a Suiza o a Estados Unidos y los no tan ricos pero bien informados los sacaban de los bancos locales y los guardaban en cajas de seguridad o en sus propios colchones. Los demás sufrían cada vez más hambre y más sed. El dato no llegó a la sucursal bávara del Deutsche ni salió en los diarios financieros que Klaus ya leía cual ejecutivo de Fráncfort. Sí se supo que el presidente aburrido-legalista había convocado al ministro de Economía estrella de su antecesor excéntrico-populista. Otra garantía de que todo iría bien.

Pero no. Un par de meses después, en medio de lo que desde el otro lado del Atlántico parecía una guerra civil, el presidente aburrido-legalista abandonó el gobierno luego de que la policía asesinara a dos docenas de manifestantes opositores. En pocos días a ése lo sucedió otro y después otro. Hasta que uno de ellos, del mismo partido que el populista de los 90, decidió que no se podía seguir postergando el hambre y la sed porque ya era demasiado. Y Klaus dejó de cobrar.

Sus bonos de la deuda leprosa, que ya no valían 10.000 dólares porque el interés en comprarlos había decaído mientras subían el hambre y la sed, se convirtieron en papel pintado. Sólo le ofrecían comprárselos unos fondos buitres, a precio de remate, con la intención de hacer juicios y cobrar en algún momento. Les dijo que no. Para eso esperaría él mismo.

Al final llegó el canje de bonos de 2005 y Klaus se indignó. “¡Minga que me van a sacar el 65% del capital! –dijo en alemán– ¡Yo puse 10.000 y quiero mis 10.000!”. Heidi le preguntaba por qué les había creído a los bancos y por qué no había sospechado que el interés era demasiado alto para no implicar un riesgo severo. Le insistía para que agarrara los 3.500 dólares que le ofrecía ahora un presidente del mismo partido populista, pero que tenía como principal enemigo a su antecesor excéntrico y que les decía a los de Wall Street que no los necesitaba más y que la economía crecería sin ellos. Pero no lo convenció.

En 2007, Klaus se cansó y vendió por 1.500 dólares sus bonos al Deustche, que le ofrecía al menos algo de efectivo. Se indignó cuando le entregaron unos pocos euros en la misma sucursal donde había dejado sus ahorros en marcos, diez años más joven y con la cervecería todavía abierta.

El Deustche se juntó con otros dos bancos grandes de Wall Street y vio que entre los tres tenían un montón de bonos, que les habían costado monedas pero que valdrían oro si el país leproso decidía volver a pagarlos para curarse un poco la lepra financiera. Decidieron seguir comprando y esperar que el nuevo presidente archivara su retórica antiimperialista y volviera al pie.

Entonces llegó una inédita huelga de los productores agrícolas, que cortaron las rutas y frenaron el ingreso de divisas al país leproso. Después se sumó la crisis mundial, junto con una sequía tremenda. Subieron el hambre y la sed. Asumió un ministro de Economía elegante, que de chico militaba en un partido liberal que reivindicaba a la dictadura militar de los años 70. Y que venía con la idea de “reconciliar al país con los mercados” para que las empresas pudieran endeudarse más barato y así contratar más empleados y hacer crecer la economía. Igualito a lo que proponía el ministro estrella del excéntrico-populista y del aburrido-legalista.

Los tres bancos que habían juntado los bonos impagos a precio de ganga le dijeron al ministro elegante que podían hacerlo quedar bien con Wall Street y curarle al país parte de su lepra. Lo único que tenía que hacer era reabrir el canje de bonos de 2005. El obstáculo era una ley que prohibía esa reapertura y que había dejado aprobada el presidente populista-antiimperialista. Pero se podía suspender y listo.

El truco es fácil. El ministro promociona una quita atrevida, como la de 2005, pero les paga a los bancos 3.500 dólares por los bonos que compraron a 1.500, pese a que Klaus los había pagado inicialmente a 10.000. Por eso las acciones de todos los bancos se dispararon hasta un 10% el día que se anunció la operación. Los bancos dicen que no cobrarán comisión por la operación y el ministro queda bien con su jefe, que no quiere archivar del todo el discurso antiimperialista. El Estado asume una nueva deuda de casi 10 mil millones de dólares, pero los nuevos bonos suben de precio y alivian la lepra financiera. Todos contentos. Bah, todos menos Klaus. Y los que siguen con hambre y sed.

Publicado por Crítica Digital - 13-11-09

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