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CIELO Y TIERRA - ¿QUIÉN DIJO QUE TODO ESTÁ PERDIDO?

¿Era María Magdalena una prostituta?

por Álvarez Valdés, Ariel ·

Durante casi dos mil años los cristianos hemos considerado a María Magdalena como una prostituta que, al escuchar un día las palabras amorosas de Jesús, se arrepintió de su pasado pecador, se convirtió y desde entonces lo siguió como discípula, dedicándole su vida y su amor. La idea que nos hemos hecho de ella es la de una mujer hermosa, de largos cabellos, compungida por sus pecados, y que de algún modo representa la imagen penitencial de la Iglesia. En los cuadros y pinturas se la suele representar con ropas provocativas, un manto escarlata (símbolo de la lujuria) y el cabello suelto (propio de las mujeres ligeras), arrodillada junto a la cruz o devotamente a los pies de Cristo.

 

Sin embargo, cuando intentamos buscar en el Nuevo Testamento a la pecadora Magdalena el esfuerzo es vano. No encontramos ni un solo episodio que refleje la imagen que tenemos de ella. ¿De dónde ha salido, pues, ese concepto que le hemos atribuido?

 

Si atendemos a las Escrituras, veremos que a ella sólo se la menciona en cinco oportunidades.

 

El pueblo que le dio el nombre

 

La primera vez que aparece es en la mitad del evangelio de Lucas. Allí se dice que Jesús viajaba predicando por todo el país, acompañado por los doce apóstoles y por algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades; entre ellas estaba “María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes” (Lc 8,2-3).

 

La vemos, pues, ocupando el primer lugar entre las mujeres seguidoras de Jesús. Su nombre propio era María (que en hebreo significa “bella”). Éste era uno de los nombres femeninos más comunes en tiempos de Jesús, porque así se había llamado la hermana de Moisés (Ex 15,20), y a muchos les gustaba tener una María en su familia. Para que nos demos una idea de cuán frecuente era el uso de este nombre, basta leer la lista de mujeres que estaban al pie de la cruz: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre (o sea, María), la hermana de su madre, María la mujer de Cleofás; y María Magdalena” (Jn 19,25). Es decir, en un reducido grupo de cuatro mujeres, tres se llamaban María.

 

Por eso, cuando se nombraba a alguna María, había que agregarle una especificación para diferenciarla de las demás. Se decía, por ejemplo, “María, la esposa de”, “María, la madre de”, “María, la hermana de”. En el caso de nuestra María, se le dice “magdalena” porque había nacido en un pueblito llamado “Magdala”, ubicado en la orilla occidental del lago de Galilea, 5 km al norte de la ciudad de Tiberíades. O sea que “magdalena” no era propiamente un nombre de mujer sino un apodo que hacía alusión al lugar de origen de María; como si dijéramos la “santiagueña” (por la ciudad de Santiago), o la “salteña” (por la ciudad de Salta). Pero con el tiempo terminó convirtiéndose en nombre propio femenino.

 

La primera en todo

 

La segunda vez que aparece María Magdalena es en el momento de la crucifixión de Jesús: “Había también unas mujeres mirando desde lejos; entre ellas, María Magdalena, María la madre de Santiago el menor y José, y Salomé; ellas lo habían seguido y servido cuando estaba en Galilea” (Mc 15,40). Se la menciona, pues, en primer lugar entre las que contemplan el doloroso espectáculo de la muerte del Salvador.

 

La tercera vez, es en el momento en que descuelgan de la cruz al Señor; allí José de Arimatea, miembro del Sanedrín que se había opuesto a la condena de Jesús, le pide a Poncio Pilato el cadáver, lo envuelve en una sábana y le da sepultura. Y agrega Marcos: “María Magdalena y María la de José miraban dónde lo habían puesto” (Mc 15,47).

 

La cuarta vez, es en la madrugada del domingo de Pascua. Algunas mujeres, entre las que se halla María Magdalena, van a visitar la tumba de Jesús; pero al llegar la encuentran abierta y vacía; entonces se les aparece un ángel y les avisa que Jesús no está más allí, que ha resucitado como lo había predicho (Mc 16,1). Ella aparece, pues, como una de las primeras en enterarse de la resurrección de Jesús.

La quinta y última vez que se la menciona es cuando, al salir del sepulcro, tiene un fascinante encuentro con Cristo resucitado, y éste la envía a anunciar a los apóstoles esa buena noticia (Mt 28,9-10).

 

En busca de los siete demonios

 

Como vemos, siempre que aparece María Magdalena en los evangelios es en situaciones dignas de elogio. Sin embargo a esta mujer, discípula principal del Señor, seguidora fiel, testigo eminente de su resurrección, apóstol primera, la tradición terminó convirtiéndola en una ramera penitente. ¿Por qué? ¿Qué fue lo que pasó?

 

Todo empezó con el misterioso dato que nos da Lucas sobre ella la primera vez que la menciona: “de ella habían salido siete demonios” (Lc 8,2). Los lectores se preguntaban: ¿qué quiso decir Lucas con esto? Y se imaginaron: si tuvo “siete” demonios (número simbólico que indica la gravedad de la situación por la que había atravesado la mujer), es porque su pasado debió haber sido sumamente vergonzoso y degradante.

 

Pero los lectores de la Biblia siguieron preguntándose: ¿en qué momento expulsó Jesús a los siete demonios de la Magdalena? Porque hasta aquí el evangelio de Lucas sólo había contado la sanación de una sola mujer: la suegra de Pedro (Lc 4,38-39). ¿Cuándo había ocurrido esta otra curación? Y creyeron encontrar la respuesta en una segunda mujer, la pecadora pública que acude a Jesús buscando el perdón de sus pecados, y que Lucas presenta justo antes de la aparición de la Magdalena.

 

Los pies lavados con lágrimas

 

En efecto, narra Lucas que cierto día Jesús fue invitado a comer a la casa de un fariseo llamado Simón. Mientras estaban a la mesa, entró de pronto una mujer pecadora pública y, arrojándose a los pies de Jesús, comenzó a llorar; luego se desató la cabellera y con ella empezó a secarle los pies mojados por las lágrimas; después se puso a besarlos y a ungirlos con perfume. El dueño de casa reconoció inmediatamente a la mujer: era una pecadora famosa de la ciudad; y se asombró de que Jesús se dejara tocar por ella.

 

Pero Jesús, sabiendo lo que pensaba Simón, defendió a la mujer; y aprovechó para criticar a Simón porque, como dueño de casa, debería haber observado ciertos ritos de bienvenida cuando llegó Jesús (como lavarle los pies, besarlo, ponerle perfume), y no había hecho nada de eso; había mostrado poco amor y gratitud hacia el Señor. En cambio la mujer, que estaba allí llorando y pidiendo perdón de sus pecados, se había mostrado humilde y agradecida hacia Jesús (Lc 7,36-50).

Terminado este relato, Lucas nombra a continuación por primera vez a Magdalena (8,1-3). Entonces pareció obvio pensar que aquella prostituta anónima, que había llorado por sus pecados y había sido perdonada por Jesús, era justamente la de los siete demonios, a la que Lucas por delicadeza no quiso nombrar para no ponerla en evidencia ante los lectores.

 

La segunda confusión

 

Convertida ya María Magdalena en prostituta, se produjo una nueva confusión. Porque san Marcos cuenta que Jesús, pocos días antes de su muerte, fue de nuevo invitado a cenar, esta vez en el pueblo de Betania, y allí otra mujer (una tercera) se le acercó con un frasco de perfume muy caro, y lo derramó sobre su cabeza; los presentes se indignaron con ella por el derroche que había hecho, pero Jesús la defendió y aprobó su actitud (Mc 14,3-9).

 

El hecho de que esta mujer (en Marcos) apareciera haciendo casi lo mismo que la pecadora (en Lucas), hizo pensar que se trataba de la misma persona: María Magdalena. Y así, las tres mujeres (María Magdalena con sus siete demonios, la pecadora anónima, y la mujer de Betania) pasaron a ser una sola. (Y como esta última, la mujer de Betania, en el evangelio de Juan se dice que es María, la hermana de Lázaro, ¡terminó también ella siendo una prostituta!)

 

Abierta ya esta puerta, no hubo piedad con la pobre Magdalena. La tradición posterior la identificó después con la promiscua samaritana de los seis maridos (Jn 4), y hasta con la adúltera sorprendida en pleno escándalo impúdico (Jn 8). Es decir, cuanta aberración sexual anónima se hallaba en los evangelios, era atribuida a la mujer de Magdala.

 

Muchos Padres de la Iglesia se opusieron a estas identificaciones, como san Agustín (siglo IV), san Ambrosio (siglo IV), san Efrén (siglo IV). Pero el papa Gregorio Magno, en una célebre homilía pronunciada en la basílica de San Clemente en Roma el viernes 14 de septiembre del año 591, fijó de una vez por todas tal identidad. Dijo ese día: “Pensamos que aquella a la que Lucas denomina la pecadora, y que Juan llama María, designa a esa María de la que fueron expulsados siete demonios. ¿Y qué significan esos siete demonios, sino todos los vicios?”.

Por lo tanto, a partir del siglo VII empezó a sostenerse unánimemente que las tres mujeres eran una sola.

 

De pecadora a enferma

 

Pero actualmente los biblistas, estudiando con más detenimiento el tema, han rechazado esta identificación y sostienen que se trata de tres mujeres distintas.

La primera sería María Magdalena. De ella, hoy se piensa que los “siete demonios” expulsados no tienen por qué aludir a una vida pecadora; pueden referirse a alguna enfermedad. Más aún: en ningún lugar del Nuevo Testamento estar poseído por los demonios significa un pecado. Y a veces hasta se excluye que lo sea. Como en el caso de la “hijita” endemoniada de la mujer sirofenicia (Mc 7,30), o del muchacho que aparece endemoniado “desde la infancia” (Mc 9,21), en los cuales se trata de niños que no tienen uso de razón para ser pecadores.

 

Además, cuando Lucas presenta a la Magdalena, dice que formaba parte de las mujeres “curadas de espíritus malignos y enfermedades” (Lc 8,2); no dice que eran mujeres “perdonadas de sus pecados”. O sea que los demonios que poseyeron a la Magdalena no tienen por qué haberla hecho pecar. Podían sólo haberla enfermado. Por lo tanto, los siete espíritus que la poseyeron no indican que ella era una mujer “muy pecadora”, sino “muy enferma”.

 

No hay, pues, motivo para identificar a María Magdalena con la pecadora que lloró a los pies de Jesús.

 

El nombre que se perdió

 

Por lo tanto la pecadora pública sería una segunda mujer, distinta de la Magdalena. Y como a esta pecadora el evangelista Lucas la dejó en el anonimato, no podemos conocer su nombre. ¿Pero se la puede, al menos, identificar con la tercera mujer, la de Betania, que también en una cena ungió con perfume a Jesús días antes de su muerte? Tampoco. Ellas serían dos mujeres distintas. ¿Y por qué las dos aparecen haciendo casi lo mismo en los evangelios?

 

Los biblistas explican que antes de que se escribieran los evangelios (o sea, en la tradición pre-evangélica) existían los relatos de dos mujeres que le hacían un homenaje a Jesús. Uno, de una mujer pecadora que baña los pies de Jesús con lágrimas; el otro, de una buena mujer que baña la cabeza de Jesús con perfume. La pecadora lo hace buscando el perdón; la buena mujer, para profetizar la muerte cercana del Señor. Al escribirse los evangelios, san Lucas incorporó a su libro (7,36-50) el primer relato (el de la pecadora); en cambio san Marcos (y san Mateo), el segundo relato (el de la buena mujer; 14,3-9).

 

Con los cabellos al viento

 

Pero san Juan, que fue el último evangelista en escribir, conoció las dos narraciones mezcladas. Y entonces nos ofreció una versión mixta. Así, presenta en su evangelio el mismo relato de Marcos, o sea, que poco antes de su muerte Jesús es invitado a comer en Betania, y allí una buena mujer lo unge con perfume profetizando su sepultura (12,1-11). Pero por otro lado incorpora detalles del relato de Lucas, que lo tornan absurdo.

 

Por ejemplo, dice que lo que la mujer unge de Jesús con perfume son ¡los pies! Esto resulta ridículo; la gente solía ponerse perfume en la cara o la cabeza, para exhalar una fragancia agradable (como aún hacemos hoy en día); pero perfumarse los pies no tiene ningún sentido. (Sin embargo el relato de Juan lo cuenta así probablemente por influencia de la pecadora de Lucas, que con sus lágrimas baña precisamente los pies de Jesús).

 

Además, sigue diciendo Juan que después de echarle perfume a Jesús, ¡la mujer se lo secó! ¿Qué sentido tiene secar el perfume que le ha puesto? (Pero Juan lo escribió por influencia de Lucas, donde la pecadora le seca a Jesús las lágrimas derramadas en sus pies).

 

Finalmente, Juan presenta a la mujer de Betania soltándose el cabello. En tiempos de Jesús, usar en público el cabello suelto estaba mal visto y era propio de las mujeres pecadoras. ¿Cómo alguien virtuosa, como era María de Betania para Juan, puede hacer una cosa así? (Es que Juan incorporó este detalle, por influencia de la pecadora de Lucas).

 

En conclusión, la piedad popular cometió el error de identificar en una a tres mujeres distintas: María Magdalena, curada de sus siete demonios; la prostituta anónima de Lucas; y la buena mujer de Betania (que en el evangelio de Juan aparece con los rasgos de la pecadora de Lucas).

 

Un estigma inofensivo

 

Por culpa de esta confusión, durante siglos la Iglesia católica consideró a María Magdalena una prostituta. De ahí que fuera costumbre utilizar el término “magdalena” como eufemismo para designar a las meretrices; y que los hogares de recuperación de prostitutas se llamaran “Casas de la Magdalena”; y que en la Edad Media a las hijas nacidas fuera del matrimonio se les pusiera ese nombre. Incluso algunos la consideran la santa patrona de las prostitutas.

 

Sin embargo ya vimos que, según los Evangelios, ella habría sido sólo una mujer muy enferma, curada por Jesús, que lo siguió incondicionalmente, que estuvo presente durante su crucifixión, que asistió a su sepultura, que fue testigo de la resurrección, y la primera a la que se le confió la tarea de proclamar que Cristo venció a la muerte.

 

De todos modos no creo que ella, desde el más allá, se sienta demasiado ofendida por esta confusión. Porque todo el que se encontró alguna vez con Cristo, y se convirtió radicalmente, suele considerar su vida pasada como vergonzosa. De donde valió la pena salir, y a la que no conviene recordar.

 

Revista Criterio Nº 2291 » Marzo 2004

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