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CIELO Y TIERRA - ¿QUIÉN DIJO QUE TODO ESTÁ PERDIDO?

Una sucia historia de espías

El estrépito del tsunami financiero dejó en sordina un sucio escándalo de espionaje y mentiras oficiales, revelado a poco de la salida de Bush. M. Bonasso.

El estrépito del tsunami financiero ha dejado en sordina un sucio escándalo de espionaje y mentiras oficiales, revelado en la etapa final del mandato de George W. Bush. Un episodio que parece arrancado de una novela de John Le Carré, que involucra tanto a la CIA como al servicio de inteligencia MI6 de Gran Bretaña, y pudo haberle costado un juicio político al presidente norteamericano de no haber mediado la insípida vacilación que caracteriza a los parlamentarios demócratas.

La historia está contada, con pelos y señales, en el libro The Way of the World (El rumbo del mundo), del periodista Ron Suskind, ganador del Premio Pulitzer y antiguo redactor estrella del Wall Street Journal. Suskind revela que la CIA, por orden directa de Bush, escondió en Jordania al jefe de inteligencia de Saddam Hussein, Tahir Jalil Habbush, y le pagó cinco millones de dólares para que escribiera y firmara una carta antedatada en 2001, “informando” a quien entonces era su presidente sobre el apoyo iraquí a Mohammed Atta (el cabecilla del ataque suicida del 11 de septiembre) y los vínculos con Al Qaeda, que supuestamente estaba ayudando a Irak con un embarque de uranio procedente de Nigeria.

O sea: los argumentos esgrimidos sin pruebas por el vicepresidente de los Estados Unidos, Dick Cheney, para justificar la invasión a Irak.

La carta de Habbush, fichado por los invasores y el gobierno títere iraquí como uno de “los mayores criminales de guerra del régimen de Hussein”, fue filtrada por la CIA en Bagdad y publicada por el periodista británico ultraconservador Con Coughlin en The Daily Telegraph de Londres, en diciembre de 2003. En ese momento, Irak ya había sido ocupado y no aparecía por ningún lado la menor evidencia de armas nucleares o químicas en el país arrasado. La “extraordinaria primicia” fue inmediatamente rebotada por los mass media de Estados Unidos.

La verdad era muy distinta y Suskind la fue desenrollando en una cinematográfica investigación, a través de variados escenarios en Estados Unidos y Gran Bretaña, donde logró entrevistar y grabar a personajes de primer nivel en la CIA, el MI6 y el espionaje privado y tercerizado que usan los servicios occidentales, para tratar de detectar lo que más temen: la compra “en negro” de uranio enriquecido para armar la bomba.

Con una prosa convencional, pero no exenta de suspense, Suskind va llegando a la verdad a través de personajes “can do way” (nosotros diríamos “un todoterreno”), como el tenebroso Rob Richer, que estuvo en la CIA durante más de treinta años, donde condujo operaciones clandestinas en la vieja URSS y en Medio Oriente y ahora es CEO de la empresa privada de espionaje Blackwater. Un amigo íntimo del rey Hussein de Jordania y de su hijo y sucesor Abdullah, una llave imprescindible para operar en la frontera de Irak y esconder a cualquiera por más importante que sea.

En la extensa lista de informantes, sobresale también Sir Richard Dearlove, ex jefe del servicio secreto británico, que actualmente funge como pacífico profesor del Pembroke College de Cambridge y, con su distinción y parecido físico con el actor Peter O’Toole, nos remite inexorablemente a los relatos de Graham Greene.

Con la ayuda de estos y otros espías, que van desgranando datos, en la penumbra musical de un bar de hotel o en la mesa bien provista de un “steak house”, Suskind reconstruye la saga del “arrepentido” Habbush, uno de los naipes en el mazo de “hombres más buscados” por W, que presidía Saddam Hussein con el as de
espadas.

La trama es complicada (Suskind la despliega a lo largo de 400 páginas), pero se la podría sintetizar de esta manera.

A fines de 2002, los norteamericanos buscaban evidencias que les permitieran justificar la invasión. Entonces, el mercenario Richer se acordó de un talentoso colega británico con quien había hecho amistad en el oficio: el jefe de inteligencia para el Medio Oriente del servicio de inteligencia británico, Michael Shipster. Sus esperanzas resultaron justificadas: Shipster mantenía contactos desde mucho tiempo atrás con el jefe de inteligencia de Saddam Hussein, Tahil Jalil Habbush. Antiguo jefe policial y gobernador de una provincia “difícil”, Habbush –según Suskind– “tenía las manos llenas de sangre”.

Como suele suceder en estos casos, los servicios occidentales no le miraron mucho las manos y organizaron un encuentro secreto en Jordania, que fue finalmente arreglado entre Richer y el jefe de inteligencia jordano.

Fue el primero de una serie de contactos con “George”, el nombre en clave de Habbush, de los que estuvo al tanto el jefe de la CIA, George Tenet.

Para los británicos, remisos a invadir, resultaron preocupantes; para los norteamericanos, decididos a la ocupación, desconcertantes.

El sinuoso funcionario iraquí les aseguró que no había armas químicas en Irak, porque Saddam había cancelado todos los programas después de la Guerra del Golfo y no tenía el menor propósito de fabricar artefactos nucleares. Les explicó que las reticencias de Saddam al respecto tendían a un propósito defensivo
respecto a los iraníes: temeroso de sus vecinos, quería hacerles creer que contaba con un arsenal no convencional. No le preocupaba alimentar de este modo las sospechas de Washington, porque estaba convencido de que Bush no se atrevería a ocupar Irak.

Los espías occidentales, que mantuvieron varias reuniones con “George”, le aseguraron que Estados Unidos estaba decidido a invadir.

Sabían de qué hablaban cuando el jefe de la CIA Tenet le mostró una minuta de los encuentros secretos a Condoleezza Rice; la secretaria de Estado preguntó expresivamente: “Y, ¿qué carajo, hacemos con esto?”.

George W. fue aún más expresivo: “Sigamos adelante”. Y ya se sabe lo que ocurrió: Bagdad fue demolida, Irak fue invadido, Saddam cayó en estatua y en persona, miles de inocentes perdieron la vida y los ocupantes comprobaron que Habbush decía la verdad respecto a las armas no convencionales.

Para Washington Habbush se convirtió en un grave problema. Mientras el ejército de ocupación lo mantenía entre los 16 dirigentes más buscados, la Casa Blanca temía que apareciera y contara todo. Richer había arreglado con sus amigos para que lo escondieran en Jordania.

Entonces surgió la idea de comprar a “George” y hacerle escribir la carta falsamente fechada en 2001, que demostraría lo que no era cierto: los nexos entre Hussein y Al Qaeda. Todo a cambio de cinco millones de dólares. ¿Pero resultan suficientes para sellar los labios de un hombre que se pasó de bando? No hace falta haber leído a Le Carré para imaginar que Habbush ya no está entre nosotros.

Fuente: Crítica Digital

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